Sobre el final del texto dramático

"La falsa dicotomía entre final abierto y final cerrado, sustentada por no pocos críticos literarios, basa su ilusoria capacidad explicativa de los textos en la indeterminación de las circunstancias argumentales que se da en tantos desenlaces de la narrativa y el teatro contemporáneo, menguada la equivalencia entre imagen del mundo y mundo ficcional.

Pero es hora ya de enfocar la especificidad del texto dramático, de la que se derivan poderes y peligros también específicos en esa zona ingrávida y fronteriza del final. Zona que, me atrevo a afirmar, compromete el destino de la obra dramática con más severidad, con más rigor que en la novela o en la poesía, incrementando pues la vulnerabilidad del dramaturgo durante el último tramo del camino, aguzando su conciencia del riesgo que comporta cada una de sus decisiones. Y ¿por qué?, sería la primera pregunta que podemos plantearnos.

¿Por qué (...) el final de la obra plantea al autor un cúmulo de responsabilidades aun mayor que las las inherentes a otros géneros literarios? Sin duda, por la peculiar naturaleza de la recepción teatral. Es obvio recordar que el proceso de lectura de un texto narrativo, poético o de cualquier otra índole, es gobernado en su ritmo y en sus intensidades, por el propio lector, que en pautada interacción con la obra, en mudo y solitario diálogo con el autor, tras haber escogido las circunstancias idóneas para su experiencia estética, para el acto de la lectura, organiza sus operaciones receptivas con soberana libertad. Al hilo de los estímulos que recibe del texto, en función de su variable legibilidad, el lector se desliza con velocidad controlada por el paisaje verbal que el autor ha diseñado para él.(...)
Pero el texto dramático, en cambio (...) nace con vocación de ser representado. Es decir, organiza sus estrategias discursivas para ser trasladado a un universo conflictual y promiscuo: la escena. Y para ser aprehendido, captado, leído, en un cohercitivo proceso receptor. (...) El espectador teatral (...) no puede organizar sus ritmos e intensidades receptivos, sometido como está al tiempo irreversible de la representación. (...) La concretización escénica de la obra dramática (...) reduce sensiblemente la intrínseca polisemia del lenguaje escrito (...) reemplazándola por la contundencia denotativa de los significantes audiovisuales. (...) Este peculiar mecanismo receptivo que la obra dramática presupone está en la base de la desproporcionada trascendencia que el final posee en comparación con el anterior transcurrir del texto. El dramaturgo es más o menos consciente de que en esas últimas páginas, a veces en esas últimas líneas transformadas en minutos de una todavía hipotética representación, se va a producir el tránsito de la obra al mundo, de la ficción a la realidad. (...) Y puede ocurrir que al atravesar ese umbral, el mundo borre o anule el texto o, por el contrario, que éste se prolongue más o menos en el mundo y lo transforme, lo relativice o atenúe al menos sus rígidos perfiles, sus duras aristas, su falsa evidencia. Si el autor pretende que su obra deje una huella en el mundo, alterando siquiera levemente la conciencia del espectador, sabe que ha de concentrar y desplegar en el final, en el umbral, lo más acendrado de sus poderes demiúrgicos. Pero sabe también que al mismo tiempo, servidor de dos amos, ha de someterse a las leyes de su obra y a los rigores del mundo".

J. Sanchis Sinisterra, "Cinco preguntas sobre el final del texto" en Clases magistrales de teatro contemporáneo, ed. Atauel, Bs. As., 2003, pp. 79 y siguientes.

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